04 abril, 2013

PECADO Y SALVACIÓN EN AMÉRICA LATINA (Espanhol)

Orlando E. Costas

Esta ponencia procura entender el problema del pecado y la salvación en el contexto de América Latina. Tiene como propósito el deseo de fortalecer el mensaje evangelizador dentro de nuestra realidad. Para lograr este objetivo tendremos, en primer lugar, que hacer una exposición del, pecado y la salvación en el pensamiento bíblico. (Posteriormente explicaremos por qué consideramos necesario arrancar del mensaje bíblico y no de la situación.) En segundo lugar, tendremos que describir (aunque sea escuetamente) cómo se ha presentado históricamente el pecado y la salvación en nuestro Continente. Y finalmente, nos vemos en la obligación de hacer algunos apuntes sobre la evangelización en la situación de pecado y salvación que vive América Latina. La primera tarea la cubriremos en las primeras dos secciones del trabajo; la segunda, en la tercera parte; y la tercera, en la cuarta. Comencemos considerando el problema del pecado en la Biblia.

EL PECADO: SU MANIFESTACIÓN Y CONSECUENCIA

En la Biblia, el pecado no es un tema especulativo, sino relacional. Se manifiesta en las relaciones entre el hombre y Dios, el hombre y su prójimo y el hombre y su medio. No se puede hablar de pecado sin referirse a sus consecuencias. De ahí que se presente como una fuerza destructiva que obstaculiza y deforma la vida humana. Luego, el problema del pecado no se puede entender y explicar; solo se puede constatar su presencia y consecuencia (cf. BERKOUWER).

Desobediencia al Señorío de Dios: revelación de la ira de Dios

En primer lugar, desde el primer libro de la Biblia hasta el último se constata el pecado como desobediencia al señorío (o reinado) de Dios. Tratase de la primera pareja humana (Gn. 31ss), de Caín (Gn. 4:3ss), las naciones en Babel (Gn. 11:1-9), Sodoma y Gomorra (Gn. 18:16ss), los hijos de Jacob (Gn. 37:2ss); refiérase a los reyes de Israel y a la nación misma, a los Judíos en el tiempo de Jesús, los filósofos de Atenas (Hch. 17:16-32), los principados y potestades de los que habla Pablo (Ef. 1:21-22; 3:10; 6:12; Col. 1:16; 2:1.5); o el estado totalitario de Apo. 13 (la bestia), el caso es siempre lo mismo: desobediencia al Señor de la historia. La desobediencia es un rechazo abierto a la Palabra de Dios. Los que desobedecen se hacen sordos, se les cierra la mente, se niegan a dialogar con Dios. Como no escuchan a Dios, como se niegan a seguir sus directrices, como les da lo mismo el que les hable como que no les hable, es natural que distorsionen su verdad (realidad) revelada (Ro. 1:18). Se obsesionan consigo mismos y obedecen a sus propios caprichos y vanagloria; le dan más valor a la criatura que al creador.

De ahí que una consecuencia fundamental del pecado sea “la ira Dios” (Ro. 1:18). Esta frase expresa el disgusto y la indignación divina por la desobediencia humana. Ese disgusto se actualiza, por parte, en el estado de muerte en que han caído los seres humanos (Ef. 2:1-3). La muerte significa separación de la comunión (y dirección) de Dios. Hablar de la muerte no es referirnos únicamente a la separación física del cuerpo humano del mundo de los vivientes (el fin de la actividad corporal), sino de la ausencia de la presencia divina en la vida humana. Vivir en estado de muerte significa estar distanciado de Dios; estar solo en el mundo. Por ello, Pablo asocia la ira con la conducta desenfrenada; vivir bajo el control de los deseos, la voluntad y los pensamientos de la carne (o sea: el “yo” sin Dios) (Ef. 2:3). Al no tener en cuenta a Dios, dice Pablo, la humanidad entregada a (o dejada caer en) “la inmundicia de sus corazones... pasiones vergonzosas.., una mente reprobada...” (Ro. 1:24,26,28). Esta situación de muerte en la cual se encuentra inmerso todo hombre y toda mujer (Jn. 3:36) es apenas el preludio de la ira venidera que se arrojará sobre los “desobedientes”. Será una experiencia de “tribulación y angustia” que se llevará a efecto en el “justo juicio de Dios” (Ro. 2:5-9). Esta tribulación y angustia representa la separación para siempre de la comunión de Dios; El pecado, en tanto desobediencia al señorío de Dios, trae como consecuencia la separación presente y futura de la comunión de Dios. Por tanto, desobedecer a Dios es rechazar su amor, y sufrir la ira de Dios es quedar fuera del ámbito de su reino de amor.

Injusticia y alienación

En segundo lugar, el pecado es injusticia. Es lo opuesto al trato de Dios con toda su creación.. Dios es recto en todos sus juicios. El hombre es injusto en todas sus relaciones. El pecado representa una acción deliberadamente agresiva en contra de los otros. Si la desobediencia implica el rechazo del señorío de Dios por parte del hombre, la injusticia significa aborrecimiento y repudio del prójimo. Pecado es pues todo acto injusto, toda falta de consideración del bienestar del prójimo, todo atropello de la dignidad humana y toda violencia del hombre por el hombre.

A ello se debe el que Pablo denomine injusticia a la “fornicación”, la “perversidad”, la “envidia”, el “homicidio”, las “contiendas”, los “engaños” y las “malignidades” (actos de mala fe) (Ro.1:29). Agrega que son injustos los “murmuradores”, “detractores”, “aborrecedores de Dios”, “injuriosos”, “soberbios, altivos, inventores de males, desobedientes a los padres, necios, desleales”, aquellos que no tienen “afecto natural”, que son “implacables” y carecen de “misericordia” (Ro. 1:29ss). Este catalogo de vicios tiene la característica de reflejar una conducta agresiva hacia los otros. La injusticia es distorsión de la verdad “justa” de Dios. El recto juicio de Dios es distorsionado cuando lo único importante de la vida es lo que le conviene a uno y no el bien del otro. A partir de ese momento todo lo que sale fuera son juicios (acciones) ofensivos. Esos juicios ofensivos se sintetizan y resumen en el maltrato al prójimo más débil: el pobre (la viuda, el huérfano, el extraño, el oprimido) (Jere. 23:13-17). De ahí que los profetas describieron el verdadero conocimiento de Dios en términos de hacer justicia al pobre (Jere. 22:16; Mic. 6:8).

La injusticia aliena al hombre; lo enajena de sí mismo; lo deforma moralmente; lo desvía de su vocación, como criatura de Dios. El pecado representa un camino errado, sin rumbo; una conducta totalmente extraña y desquiciada. De ahí que haga desaparecer la meta original del hombre creado a imagen y semejanza de Dios (vivir para la eternidad), que haga disipar el sentido profundo de esa vida eterna (servir a los semejantes en amor), y que haga que pierda la confianza y seguridad con la cual fue dotado en la creación.

Esta realidad la vemos claramente ilustrada en la historia bíblica de la primera pareja humana. Según el Génesis, a Adán fue dado “el aliento de vida” (Gn. 2:7). Fue puesto, además, en un huerto con numerosos árboles frutales de donde podía sacar el sustento de cada día. En ese huerto estaba “el árbol de la vida” (Gn. 2:9), cuyo fruto le podía dar vida eterna. La vida de Adán estaba, sin embargo, incompleta. De ahí que Dios le diera una compañera con quien compartir su vida y ministerio, como mayordomo de la tierra (Gn. 2:20ss; 1:27-30). Su vocación no era vivir para sí, sino para Dios (en el cultivo de la tierra). El hombre fue creado varón y hembra para servir a Dios en amor mutuo. Dios le proveyó los recursos para una vida plena. Así, la primera pareja humana se movía en el huerto con confianza y seguridad, como dos personas que no temían nada, ni se sentían ansiosos, ni avergonzados de sí mismos. Con el pecado, entra la muerte (Gn. 3:3,8ss) en todas sus dimensiones. Adán y Eva no solo sufrieron la separación de Dios (Gn. 3:23-24) y la amenaza de su eventual separación física (Gn. 3:19), sino que su pecado produjo la maldición de la tierra y afectó el futuro de sus propios descendientes.

Es así como el pecado no sólo es violencia contra el prójimo, sino contra uno mismo. Trae como consecuencia la alienación total del hombre, porque lo enajena de su prójimo, de la creación, del creador y de sí mismo.

Incredulidad e idolatría

En tercer lugar, el pecado significa incredulidad. El que rechaza el reino de Dios y repudia a su prójimo es porque tampoco cree en Dios. La fe no es una cuestión intelectual sino ética. Es compromiso verificado en la vida cotidiana. Creer en Dios es hacer su voluntad. No creer es negarse a seguir sus preceptos. Esa negativa se desprende de lo que Pablo llama el “envanecimiento de la razón” y el “entenebrecimiento del corazón (Rom. 1:21) que impiden que el hombre sea consecuente consigo mismo al ver la gloria de Dios reflejada en su alrededor y no honrarle como Dios. Su razonamiento se ha enloquecido; su corazón ha perdido toda capacidad de discernimiento. ¿Por qué? Porque quiso saber más que Dios; no se contenta con ser criatura: quiso tomar el lugar de Dios (Ro. 1:22-23). La incredulidad es no-confianza, no-apertura y no-entrega al otro debido a una superconcentración en uno mismo (vanidad), una insensibilidad hacia el prójimo (egoísmo) y una clausura racional (necedad).

La incredulidad trae como consecuencia la idolatría. La no-confianza en Dios a raíz de la auto-confianza lleva a la creación de dioses. Por ello, dice Pablo que al hacerse insensibles a la gloria de Dios reflejada en la naturaleza el hombre le dio gloria a imágenes humanas (Ro. 1:23). La ausencia de Dios lleva a la invención de los dioses. Los ídolos son dioses falsos porque encubre la realidad. La ausencia del Dios verdadero. Son pues proyecciones de la vanidad y las pretensiones endiosantes del hombre De ahí que el primer paso para restablecer la fe en el Dios verdadero sea la destrucción de los dioses falsos. Hay que hacerse ateo (negar la existencia de los dioses) para llegar a ser creyente. Esta fue la gran batalla de los profetas de Yahvé contra la idolatría en Israel: los ídolos representaban la no-confianza de Israel en Yahvé. Por eso, para seguir a Yahvé era necesario hacerse ateo, es decir, Negarle todo poder vital a los dioses. Esta es también la lógica a la base del segundo mandamiento (Ex. 20:4) y la razón por la cual Jesús insiste en la realidad espiritual de Dios (Jn. 4:20). El Dios verdadero está por encima y por delante de los dioses; no es fruto de la imaginación y, por tanto, no puede ser estipulado. Para creer en él no basta con ser religioso ni teísta. Hay que reconocer que él es ante todo misterio y cualitativamente distinto al hombre.
El pecado en tanto incredulidad es la negación práctica de la realidad de Dios; es la conclusión lógica de la desobediencia y la injusticia. Por ello, conduce a la creación de dioses falsos. La idolatría es el medio a través del cual el hombre proyecta su vanagloria y manipula a su prójimo. Es la culminación de su corrupción y alineación.

Acción personal, culpa colectiva

La desobediencia, la injusticia y la incredulidad no son conceptos genéricos; son acciones personales. La Biblia enseña que el pecado es una realidad en la vida de cada ser humano. Pablo, citando varios salmos, dice muy enfática y radicalmente:
No hay justo, ni aun  uno;
No hay quien entienda;
No hay quien busque a Dios.
Todos se desviaron, a una se hicieron inútiles;
No hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno.
Sepulcro abierto es su garganta;
Con su lengua engañan.
Veneno de áspides hay debajo de sus labios;
Su boca está llena de maldición y de amargura.
Sus pies se apresuran para derramar sangre;
Quebranto y desventura hay en sus caminos;
Y no conocieron camino de paz.
No hay temor de Dios delante de sus ojos.
(Ro. 3:10b-18).

La realidad de esta afirmación se manifiesta en la experiencia cotidiana. Somos pecadores no porque lo diga la Biblia, sino porque pecamos. La historia misma confirma la realidad del pecado como una experiencia personal universal.

Lo personal del pecado no quiere decir, sin embargo, que sus consecuencias se limiten a lo personal. Porque en el pensamiento bíblico lo personal nunca es individualista, aislado de los otros. Por el contrario, lo personal está intrínsecamente vinculado con lo colectivo. El hombre adquiere personalidad en sociedad. De ahí también que toda acción personal afecte a la comunidad. El pecado personal conlleva culpabilidad colectiva.

El AT está repleto de ejemplos de la culpa solitaria debido al pecado de personas. Uno de los casos más prominentes fue el de Acán, hijo de Carmi. - Este se aprovechó del botín de guerra en Jericó, tomó dinero y un manto en contra del mandamiento expreso de Yahvé. Como consecuencia de ese pecado personal, “la ira de Yahvé se encendió contra los hijos de Israel” (Josué 7:1) y “no se volvió el ardor de su ira” (Josué 7:26) hasta que Acán, toda su familia y sus propiedades habían sido totalmente destruidos. El pecado de uno implicó a los otros.

Pablo usa un argumento semejante en la analogía de Adán. Dice-que así “como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron” (Ro. 5:12). El pecado de uno afectó a todos, porque “todos” estaban representados ya en el uno. De ahí que su culpabilidad y condena haya pasado a todos. Todos son culpables del pecado no solo porque pecan personalmente, sino porque son parte de Adán. Luego el pecado es a la vez personal y social.

Acción estructural, responsabilidad personal

Resulta, sin embargo, que lo opuesto es igualmente cierto: el pecado no solo es personal sino estructural. Es estructural en el sentido de que responde a la “lógica” del comportamiento colectivo (Alves). La sociedad no es la suma total de sus miembros; constituye una compleja red de relaciones interpersonales, culturales e institucionales. El conjunto de esas relaciones conforman la personalidad de la sociedad. La colectividad, a la vez que socializa las acciones personales, genera acciones propias, fruto de los intereses del conjunto de sus relaciones. Esta es la razón por la cual hay en la Biblia muestras tanto de pecados personales como de pecados colectivos. El AT no sólo nos da el recuento espiritual de los israelitas sino de Israel como nación, y no sólo nos habla de hombres y mujeres, sino de reinos, pueblos, tribus, clanes y familias.

Las estructuras también desobedecen a Dios, actúan injustamente y se endiosan. Esto se demuestra claramente en la historia de Israel. Se hace también patente en el estado secular, que según el Nuevo Testamento ha sido ordenado por Dios para administrar la justicia (Ro. 13ss). A veces, sin embargo, el estado se rebela contra el señorío de Dios (blasfemando su nombre), oprime a los justos e inocentes y se endiosa (Ap. 13:1-8). Lo mismo sucede con lo que Pablo llamaba los “poderes y principados” que operan en “lugares celestiales” (Ef. 1:21; 2:2; 3:10; 6:12ss). Estos “poderes y principados” son descritos como fuerzas invisibles. Se les asocia con reglas morales y rituales, filosofías e ideologías, tradiciones, leyes y estilos de vida. De acuerdo con el Apóstol estas fuerzas fueron creadas por Cristo para asistirle en el ejercicio de su señorío sobre la historia (Col. 1:16), pero se convirtieron en fuerzas rebeldes, opresoras y totalizadoras (Col. 2:8-10). De ahí que Cristo las desarmara, las ridiculizara y las derrotara en su muerte en la cruz (Col. 2:15).

El pecado estructural afecta a las personas. Cuando el gobierno de una nación se endemonia, sus ciudadanos son los que sufren las consecuencias y cargan con la responsabilidad de los pecados de la nación. Así por ejemplo, Isaías siente el peso del pecado de su pueblo y se considera muerto ante la presencia poderosa de Yahvé (Is. 6:5). Lo mismo ocurre con Pablo ante la desobediencia de Israel (Ro. 9:3ss). Y así como Pablo e Isaías, podemos citar docenas de casos donde el pecado de un pueblo, una tribu, una familia o una institución afectan decisivamente la vida de sus integrantes. Por ello, el NT advierte: “No os engañéis; Dios no puede ser burlado: pues todo lo que el hombre sembrare eso cosechará (Gn. 6:7). Esto se aplica tanto a la persona como a la sociedad. Así como el pecado personal repercute en la colectividad, así también el pecado social afecta a las personas.

LA SALVACIÓN: SU FUNDAMENTO Y EFECTOS

Dado que el pecado es un problema global, su erradicación tendrá también que ser total. No se puede, por tanto, hablar de una salvación netamente personal porque ello dejaría intacto el pecado social. Tampoco se puede hablar exclusivamente de una salvación social porque ello dejaría intacto la raíz personal del pecado. La salvación, para ser verdaderamente eficaz, tiene que ser “del alma y del cuerpo, del individuo y de la sociedad, de la humanidad y de ‘toda la creación que gime a una’ (Ro. 8:22)” (BANGKOK/ARIAS: 28). Entendemos que esto es precisamente lo que enseña la Biblia; y es lo que procuramos demostrar en la segunda parte de este trabajo.

El evangelio, poder salvador

Desde el punto de vista del NT, la salvación se fundamenta en el evangelio, el cual procede de Dios (Ro. 1:1). El evangelio es la buena noticia de la obra misericordiosa de Dios para la salvación del mundo. De ahí que Pablo lo describa como poder salvador (Ro. 1:16). Con esto Pablo quiere decir que el evangelio es el acto más potente de Dios. Se trata de un evento que reafirma sus intenciones redentoras para el mundo y abre todo un nuevo horizonte de esperanza y plenitud de vida.

Hay que entender el evangelio a la luz de su herencia veterotestamentaria. El Dios que envía la buena noticia es el mismo que en el AT se da a conocer corno el redentor y creador de Israel (Isa. 43:14-15). El es Yahvé, el que liberta Israel del poder de Faraón y lo constituyó en pueblo santo, apartado para dar luz a las naciones, abrir los ojos de los ciegos y dejar en libertad a los cautivos (Isa. 42:6-7). En la liberación de Israel se establece la pauta para la re-creación de la humanidad. Se confirma la herencia Abrahámica y la vocación histórica de sus descendientes. El llamado de Abraham es visto como la respuesta de Dios al caos de las naciones (Gn. 12:1-2). En su experiencia de salvación, Israel descubre al Dios creador. De ahí que el NT vea la creación desde una perspectiva redentora (cp. Sals. 74,89,93,95,135,136; Is. 44:24; Am. 4:12s; 5:8s; Jer. 33:25s; 10:16; 27:5; 32:17; Mal. 2:10). Es el comienzo de un gran proyecto: el reino de Dios. El pecado es el gran desbarajuste que intenta frustrar la obra de Dios; la salvación es la re-creación que supera el pecado y reivindica el gran proyecto de Dios.

La memoria liberadora y re-creadora de Israel es el anticipo del evangelio de Jesucristo. Es un anticipo por cuanto el proyecto de Dios atañe a toda la humanidad y no a un solo pueblo. La historia entera constituye el ámbito del reino de Dios, y no sólo la historia de Israel. Ello hace necesario la presencia de un nuevo Moisés; uno que sea, incluso, superior a Abraham y al mismo Adán. Estos son los grandes temas que tratan las Epístolas a los Hebreos y los Romanos, y los Evangelios de Mateo, Lucas y Juan: Jesucristo es la última y definitiva palabra redentora que Dios ha comunicado al mundo. En él y por él se cumple y se universaliza la misión de Israel. Jesucristo es, pues, el evangelio de Dios. El es el centro y secreto de la salvación: “Y en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hch. 4:12). Nuestra pregunta entonces es: ¿cual es el sentido de esa salvación que Dios provee en la persona y obra de Jesucristo? Sin pretender agotar el terna, podemos bosquejar unos tres sentidos de la salvación que anuncia el evangelio.

La salvación como obediencia al reino

La salvación significa, en primer lugar, obediencia al reina de Dios. Algunos seguramente se sentirán un tanto asombrados con esta aseveración. Porque en círculos evangélicos se suele asociar la obediencia con las condiciones para salvación y no con su contenido. Se dice que para ser salvo hay que obedecer el evangelio. Con la ayuda de la traducción que hace la Versión Reina de Valera de Ro. 1:5, se ha llegado a pensar que la obediencia es el medio por el cual expresamos la fe en Cristo. Lo que no se ha tomado en cuenta es que para el Apóstol Pablo la obediencia es ya fruto de la gracia salvadora del evangelio y que la fe no está condicionada a la obediencia sino que esta es la fe misma en acción. Una traducción más cuidadosa de Ro. 1:5 mostraría que la frase “para la obediencia a la fe” debería ser traducida “para la obediencia de la fe”, o la obediencia que es la fe. Más importante aún que la construcción gramatical del texto es el trasfondo veterotestamentario del concepto de “obediencia” y la manera como el Apóstol Pablo la usa en Romanos.

En la tradición del AT, obedecer significa escuchar o prestar oído a la Palabra de Dios. El AT considera la obediencia una bendición porque es la base del Pacto entre Yahvé y su pueblo. Oír a Yahvé, prestar oído a su voz, es seguir sus estatutos o hacer su voluntad. Por ello, la obediencia es el motivo fundamental del Éxodo: “Deja ir a mi pueblo para que me sirva” es la frase predilecta de Moisés ante Faraón. El servicio, en este contexto, implica rendimiento de culto, y el culto significa respuesta de amor y celebración a la palabra liberadora de Yahvé. Al llegar al Sinaí, lo primero que le dice Yahvé al pueblo es: “Vosotros visteis lo que hice a los egipcios, y cómo os tomé sobre alas de águilas, y os he traído a mí. Ahora, pues, si diereis oído a mí voz, y guardareis mi pacto, vosotros seréis mi especial tesoro..“ (Ex. 19:4-5). El “sí diereis oído...” de este pasaje no es una condición para llegar a ser el “tesoro especial de Yahvé”; antes bien, es la caracterización de ser “el tesoro especial de Yahvé”. Ser el Pueblo del Pacto es vivir como un pueblo redimido; en obediencia (en sumisión y estado de alerta) a la Palabra de Dios. Israel ha de distinguirse de los otros pueblos por su obediencia a Yahvé. Su liberación de Egipto es un signo de su relación especial con Dios. Israel será el pueblo redimido, que escucha la voz del Señor de la historia y sigue sus preceptos.

El problema, por supuesto, es que Israel no sigue los caminos de Yahvé; se revela contra su voluntad; se niega a obedecerle. Los medios de gracia que se le entregan para ayudarle a seguir a Yahvé son insuficientes para resolver el problema de fondo: lo que Jeremías llama el engaño y la perversidad del corazón (Jer. 17:9). Israel necesitará, pues, un nuevo corazón donde aparezca inscrita la ley de Yahvé (Jer. 31:33). Entonces será posible la obediencia a Yahvé.

El NT nos dice que ese nuevo corazón es ahora posible por la obediencia perfecta de Jesucristo: “Porque así como por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia. de uno, los muchos serán constituidos justos” (Ro. 5:19). La obediencia de Jesucristo (Heb. 5:8,9) hace posible que todos los que le siguen rompan con el régimen de desobediencia que produce injusticia y se sometan a la obediencia del reino de Dios y su justicia (Ro. 6:16). Por la gracia salvadora de Jesucristo adquirimos el don de la obediencia al Señor de la historia; somos capacitados para someternos a la Palabra de Dios y ser dirigidos por su Espíritu (Ro. 8:1ss; 15:18-19; 16:25-26).

La obediencia al reino de Dios es, pues, fruto de la gracia revelada en Jesucristo. No es una condición previa a la experiencia de la salvación, sino parte y parcela de ella. De ahí que sea no sólo uno de sus frutos visibles, sino su verificación histórica. “No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará al reino de los cielos”, dijo Jesús, “sino el que hace la voluntad de mi Padre que esta en los cielos” (Mt. 7:21). El Apóstol Juan, por su parte, dice: “...en esto sabemos que nosotros le conocemos, si guardamos sus mandamientos... el que guarda su palabra, en este verdaderamente el amor de Dios se ha perfeccionado; por esto sabemos que estamos en él” (1 Jn. 2:3,5). Más adelante agrega el mismo apóstol: “Hijitos, nadie os engañe; el que hace justicia es justo, como él es justo” (1 Jn. 3:7). Todos estos textos subrayan el hecho de que la salvación en Cristo se verifica en la obediencia al señorío de Dios (el seguimiento y la practica de su Palabra). Es lo que Pablo llama “la obra de la fe” (1 Tes. 1:3) y Santiago “la fe que obra” (Stg. 2:18ss). En otras palabras, la salvación que se manifiesta en el don de la obediencia se verifica en la acción obediente.

La salvación como justificación y liberación

En segundo lugar, la salvación significa justificación y liberación. Según el apóstol Pablo, la buena noticia de salvación involucra la revelación de la justicia de Dios (Ro. 1:17). Como hemos notado, la justicia no es un tema periférico en la economía de Dios. Antes bien, es una cuestión central en las relaciones de Dios con la humanidad. Dios es recto en su trato con todas sus criaturas y espera, especialmente de la humanidad, relaciones rectas entre ellas. Cuando no hay rectitud, cuando no hay consideración de los otros, lo que impera es el egoísmo y, por tanto, la injusticia.

La justicia que Dios hace posible en el evangelio es expresión de su gracia (Ro. 3:21-22). No se fundamenta ni en la creación ni en la ley revelada en el Sinaí. De ahí que se caracterice por el hecho de que levanta al caído, restituyéndolo a una relación recta con su prójimo, y se fundamenta en la persona y obra de Jesucristo (Ro. 3:22). La justicia de Dios es redentora por cuanto se revela en aquel hombre justo que al tomar el lugar de los injustos fue hecho justicia de Dios (2 Co. 5:21).

Es así como la justicia que se revela en el evangelio justifica a todo pecador que confía en Jesucristo. Es decir, hace justo a los injustos mediante la fe en Cristo, enderezando sus vidas y cambiando sus relaciones con Dios Padre, sus semejantes y la naturaleza entera.

La justificación que viene por la fe en Cristo (Ro. 1:17; 3:22; 5:1) libera a los pecadores de su conciencia culpable y de su estado de muerte (Ro. 8:1-2). El evangelio anuncia el perdón (o la cancelación) de toda deuda (del pecado). Los que están en Cristo han sido liberados del poder del pecado y la muerte. Justificados y liberados pueden (y deben) dedicarse libre e incondicionalmente a la causa de la justicia. Luego, la justificación y el perdón, lejos de agotarse en la acción gratuita de un Dios trascendente, se verifican en la practica de la justicia y la liberación de los demás.

La salvación en tanto justificación y liberación del pecado no es solo una experiencia personal y espiritual en la que somos justificados de nuestros pecados y liberados de la culpa que nos asedia a causa de ellos. El efecto de la justificación y la liberación que experimentamos los pecadores por la fe en Jesucristo no se agota en nuestra práctica personal de la justicia (Miq. 6:8) ni en el perdón que ofrecemos a los que nos ofenden (Lc. 11:4). Porque así “como el mal obra..., en la vida personal y en las estructuras explotadoras de la sociedad que humillan a la humanidad, así también la justicia de Dios se manifiesta tanto en la justificación del pecador como en la justicia social y política. Así como la culpa es a la vez individual y colectiva, también el poder liberador de Dios cambia tanto a las personas como a las estructuras” (BANGKOK/ARIAS: 28). Ciertamente esta dimensión de la justicia y liberación que se revelan y se ofrecen en el evangelio solo pueden ser verificadas escatológicamente, ya que la historia es conflictiva y nos opaca, con frecuencia la verdad. Es decir, la justicia social y política y la liberación estructural y la cósmica implícitas en la salvación no son claramente discernibles en la historia. De ahí que tengamos que buscar su comprobación en el futuro – el futuro distante (en la consumación definitiva del reino de Dios) y el próximo (el mañana que nos va aclarando las dudas de hoy). El futuro próximo es siempre un anticipo del, futuro distante. Por ello no tenemos. que esperar hasta la segunda venida de Cristo para discernir la justicia del reino en el ámbito social y político y la presencia del poder liberador del evangelio actuando en las estructuras de la sociedad. El Espíritu Santo nos va mostrando los ”destellos” de justicia social y política y de liberación estructural que van apareciendo en cada nuevo día. Sabemos que la justicia es de Dios cuando levanta al pobre y oprimido y le da nuevas posibilidades de vida: en lo económico, sociocultural y político. Sabemos que la liberación es “evangélica” cuando derrumba las estructuras que perpetúan las divisiones entre los pueblos, entre hombres, mujeres y niños y entre la familia humana y la naturaleza, divisiones que promueven el odio, la hostilidad y el rencor en vez del amor, el bienestar y la libertad. Por lo tanto, podemos decir que todo movimiento que dignifica la vida humana, que promueve relaciones económicas equitativas y que fomenta la fraternidad entre las personas y los pueblos son manifestaciones (aunque parciales) del poder salvador del evangelio.

La salvación como reconciliación y comunión

Lo anterior introduce un tercer significado de la salvación. Puesto que el pecado no solo ha alienado al hombre de Dios y de su prójimo, sino también del resto de la creación, la salvación que se anuncia en el evangelio involucra la reconciliación de todo lo creado. Según el apóstol Pablo, “agradó al Padre” que en Jesucristo “habitase toda plenitud” para “reconciliar consigo todas las cosas, así las que están en la tierra como las que están en los cielos, haciendo la paz mediante la sangre de su cruz” (Col, 1:19,20). Para Pablo, todo el universo encuentra su armonía en Jesucristo. Es decir, toda la creación puede cumplir su cometido en la medida en que esta vinculada con Cristo. Él es no sólo la fuerza creadora de Dios, sino el que re-une, re-integra y re-constituye a las criaturas al orden cósmico del Padre; entran en comunión con Dios.

Es interesante notar cómo Pablo fundamenta ese gran hecho de la experiencia de la cruz. La reconciliación que efectúa Cristo no es una idea, fruto de la contemplación del universo. Es una realidad concreta basada en nada menos que su sufrimiento en la cruz. Es el fruto de una confrontación real (histórica) del Hijo de Dios con las huestes del mal. Para lograr reconciliar al universo consigo fue necesario que el Padre entregara a su Hijo (Ro. 8:32) a la muerte y que éste vertiera su sangre, sufriendo el abandono de su Padre, llevando sobre sí la blasfemia universal de la humanidad y muriendo la muerte de los impíos. Es a lo que Pablo se refiere cuando dice que “Dios estaba en Cristo re-conciliando al mundo consigo”, al mismo tiempo que lo hacía pecado “por nosotros” (2 Co. 5:19-21). En la misma Epístola a los Colosenses, Pablo agrega que en esta obra reconciliadora hubo una confrontación cósmica entre Cristo y los principados y las potestades rebeldes, que se niegan a someterse a su señorío. Cristo fue crucificado a causa de estas fuerzas rebeldes, pero en su sufrimiento vicario las despojó de toda autoridad, exhibiendo públicamente su impotencia y triunfando definitivamente sobre ellas (Col. 2:15).

Interesantemente, pese a que la reconciliación efectuada por Cristo abarca a todo el cosmos, tiene su foco en la eliminación de la alienación humana. En el capitulo uno de Colosenses, precisamente en el lugar donde Pablo se refiere a la reconciliación de “todas las cosas”, leemos: “Y a vosotros... que erais en otro tiempo extraños y enemigos en vuestra mente... ahora os ha reconciliado en su cuerpo de carne...” (Col. 1:21-22a). Luego en el próximo capitulo, antes de referirse a la derrota de los poderes, Pablo vuelve a afirmar; “Y a vosotros estando muertos en pecados y en la incircuncisión de vuestra carne, os dio vida juntamente con él, perdonándoos todos los pecados, anulando el acta de los decretos que había contra nosotros, que nos era contraria, quitándola de en medio y clavándola en la cruz...” (Col. 2:13-14). Aunque el Padre ha querido reconciliar consigo a todo el cosmos mediante la muerte de Jesucristo, y pese a que para ello, hubo la necesidad de una confrontación mortal con los poderes de este mundo, el problema básico de la reconciliación era el pecado humano, De ahí que el signo de la reconciliación del universo está en la restauración de la comunión entre Dios y la humanidad y en el seno de esta (Ef. 2:14-16). La restauración del universo gira alrededor de la reconciliación del hombre. Como también nos dice Pablo en la Epístola a los Romanos: “Porque la creación fue sujetada a vanidad, no por su propia voluntad, sino por causa del que la sujetó en esperanza; porque también la creación misma será libertada de la esclavitud de corrupción a la libertad gloriosa de los hijos de Dios” (Ro. 8:20-21).

Ahora podemos entender por qué es que el NT hace tanto hincapié sobre la comunión de aquellos que experimentan la reconciliación por la fe en Cristo. La comunión de los creyentes no es solo fruto de la obra reconciliadora de Dios en Cristo; es un signo del futuro de su reino. Si el reino de Dios representa la reconciliación definitiva entre Dios y la humanidad, entre las personas, los pueblos, los sexos, las generaciones y las razas, y entre la humanidad y el resto de la creación, promesa que se cumplirá en la segunda venida de Cristo, luego la comunión de los creyentes es una necesidad imperiosa para que el mundo pueda entender lo que es realmente la salvación que Dios ofrece en el evangelio. Es igualmente imperioso para los creyentes la búsqueda de comunión con toda la humanidad y el medio. La esperanza da la reconciliación definitiva de la creación tendrá. que representarse no sólo en la comunión interna del pueblo de Dios, sino también en un continuo esfuerzo por la paz y la reconciliación entre los pueblos y sus habitantes.

No es por nada que leemos en las bienaventuranzas de Jesús: “Bienaventurados los pacificadores porque ellos serán llamados hijos de Dios” (Mt. 5:9). La búsqueda de la paz (en todas sus dimensiones) debe ser una característica de todo cristiano y una responsabilidad de todo el Pueblo de Dios. La paz y la reconciliación entre los pueblos no son una cuestión que atañe solamente al futuro (o consumación) del reino de Dios. Son un desafío que está siempre delante de la comunidad de fe. Porque ésta ha sido llamada a ser agente de paz entre los pueblos. Más aun como cristianos y miembros del pueblo de Dios aguardamos con ansias nuevos cielos y una nueva tierra donde reine la paz, no podemos quedarnos con los brazos cruzados cuando el mundo se desagarra en guerras y enemistades.

Por ello, también dice Jesús: “Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos” (Mt. 5:10). La paz es siempre fruto de la justicia, y la justicia no se logra sin el padecimiento y el sacrificio. Son, pues, pacificadores los que sufren el precio de la justicia y son “bienaventurados” (tres veces felices) los que se esmeran por hacer paz y justicia.

La reconciliación es siempre una experiencia y una promesa. En Cristo somos reconciliados con Dios., con nuestro prójimo y con la naturaleza, pero aguardamos todavía la reconciliación definitiva de todo lo creado. Esa esperanza nos mueve al compromiso. Es así como la expectativa de la reconciliación última de todas las cosas por medio de Cristo se concretiza en la búsqueda no sólo de la unidad del Pueblo de Dios, sino también de un mundo más comunitario y fraterno, y de una relación cada vez más sana con la naturaleza. La preocupación y el compromiso con una vida más humana, con una sociedad más justa y con un medio (ríos, mar y peces, aire y aves, tierra y animales) más saludable no son ajenos a la experiencia y la esperanza de la salvación; son parte y parcela de la misma.

Hemos dicho que la salvación es la gran obra de gracia que se anuncia en el evangelio de Jesucristo. La buena noticia involucra un nuevo dialogo (una nueva relación) entre Dios y el hombre. En esta nueva relación, el hombre es declarado justo delante del Padre, es liberado del poder del pecado y la muerte y es reconciliado con Dios, el prójimo y el resto de la creación. Ello pone al hombre en una nueva situación en el mundo: Primero, lo hace un peregrino fiel del reino de Dios y un discípulo de Cristo comprometido absolutamente e, incondicionalmente con su misión en la historia. Segundo, lo pone al servicio de la justicia y la liberación integral de toda la creación. Y tercero, lo capacita para vivir en comunión con el Padre, por la gracia de su Hijo y en el poder del Espíritu Santo, comunión que se comprueba en el convivio de los creyentes y en sus esfuerzos por la reconciliación de un mundo dividido y en un proceso cada vez mayor de desintegración.

Por ser tan gran salvación una obra de gracia, la única forma en que puede ser apropiada es por el arrepentimiento. El arrepentimiento significa una renuncia a los ídolos, a la injusticia y al egoísmo y una aceptación incondicional del evangelio. Aceptar el evangelio es poner la confianza en Jesucristo y comprometerse con su causa. En una palabra, es aceptar el camino de la cruz, del servicio sacrificial. El arrepentimiento pone a la salvación en la perspectiva de la misión y el servicio, impidiendo que se confunda con el escapismo o el individualismo. El evangelio ofrece una salvación que transforma la vida en un gran servicio a Dios, a la humanidad y a toda la historia.

PECADO Y SALVACIÓN EN AMÉRICA LATINA

Podemos ahora considerar el tema propiamente dicho: el pecado y la salvación en la situación concreta de América Latina. Teníamos que hacer un análisis previo del mensaje bíblico sobre el pecado y la salvación porque creemos, como evangélicos, que al tratar temas teológicos, la primera palabra se la debemos dejar a las Escrituras canónicas del Antiguo y Nuevo Testamentos. Ello no implica un acercamiento descontextualizado, sino un intento de delimitar el campo de discusión. Puesto que lo que nos interesa es entender las implicaciones del mensaje cristiano del pecado y la salvación para la misión evangelizadora de la iglesia es necesario que entendamos, ante todo, cómo es que la fuente fundamental de conocimiento cristiano entiende el pecado y la salvación. No pretendemos, pues, describir el pecado y la salvación simplemente como fenómenos psico-sociales o corno problemas sicológicos o filosóficos, ni mucho menos como meros temas religiosos. Antes bien, procuramos entender su sentido tal y como se nos presenta en el testimonio bíblico, aunque dentro de la realidad de América Latina. De ahí que en la tercera sección de este trabajo nos preguntemos: ¿cómo se han presentado históricamente el pecado y la salvación en América Latina?   Sin pretender agotar el tema ni ser rigurosamente científicos, permítasenos hacer algunos apuntes impresionistas.

Un continente engendrado en pecado,pero saturado del mensaje salvador

Debemos recordar, en primer lugar, que América Latina es un continente que ha sido engendrado en pecado. La presencia ibérica en nuestro suelo comienza con la conquista y la dominación de los pueblos aborígenes que habitaban en el continente,’ Ello no niega, por supuesto, que esos pueblos no hayan tenido sus luchas internas antes de la llegada de los españoles y portugueses. Pero lo que hoy conocemos como América Latina es apenas el residuo de aquellos pueblos. Nuestro continente como tal no comienza con los pueblos precolombinos, sino con su conquista y explotación por los pueblos invasores de Europa. A partir del descubrimiento de América, nuestro suelo se convierte en el escenario de uno de los ultrajes más grandes que ha conocido la historia humana. El mismo ha involucrado no sólo el genocidio de la gran mayoría de nuestra población aborigen, sino también el esclavizamiento de los negros, la explotación de nuestros recursos, la dominación política y cultural de nuestras sociedades y el empobrecimiento cada vez mayor de nuestros pueblos. Puesto de otra manera, desde su nacimiento, América Latina fue constituida (como un bloque) en núcleo de explotación. Su economía fue estructurada en función de los intereses de la metrópolis europea (representados durante los primeros tres siglos por España y Portugal, pero más tarde por Gran Bretaña y Estados Unidos de [Norte] América, que en última instancia es una extensión de la Europa norteña). Como tal, nuestro continente ha sido incorporado a la economía mundial básicamente como proveedor de dos cosas: materia prima y mano de obra barata. Ello ha hecho de Latinoamérica no sólo un continente explotado, sino dominado por la política económica de los países del llamado “centro” (Europa Occidental, Norteamérica y últimamente Japón); oprimido por gobiernos y oligarquías nacionales en alianza con los países metropolitanos y las llamadas corporaciones multinacionales y dependiente de la buena voluntad de los que determinan el mercado internacional.

De esta situación, se desprenden muchos de los males que sufren los diversos sectores del pueblo latinoamericano. Pensamos en los campesinos, quienes o bien carecen de tierra y son forzados a vender su trabajo a los terratenientes que las controlan por salarios miserables, o de la poca tierra que tienen y cultivan, son forzados a vender sus frutos a precios injustos. Recordamos a los obreros que pueblan nuestras ciudades, muchos de los cuales son afectados frecuentemente por el desempleo, y cuando logran un empleo fijo lo que reciben es una ínfima parte de lo que necesitan para vivir modestamente. Están las bolsas de marginados que luchan por sobrevivir, abandonadas en arrabales y villas miserias, desnutridas, sin atención médica ni posibilidad de escuela para sus niños, en angustia y miseria. Tenemos a los niños que rumian su angustia en las calles de nuestras grandes ciudades, sin hogar propio, descalzos, desnutridos, sin posibilidad de educación, condenados a los vicios y a la promiscuidad, a los crímenes, y a la muerte prematura, en fin, a la vida desenfrenada y alienada. No olvidamos a los jóvenes, asediados por las drogas, el hedonismo de la sociedad de consumo (donde la vida se define en función del placer fundamentado por la publicidad), la escasez de posibilidades de estudio y la carencia de fuentes de trabajo. Tenemos presentes a las mujeres, relegadas a segunda categoría por una cultura machista, explotadas como objeto sexual por la propaganda consumista y oprimidas por una población masculina que las ve solo como siervas y no como compañeras de trabajo.

Sabemos que en el fondo de toda esta situación está la perversidad de la persona humana: la desobediencia, la injusticia y la incredulidad. Por más que le demos vuelta a la situación de pecado que ha caracterizado históricamente al continente latinoamericano, no nos es posible escapar al dictamen paulino: “No hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno” (Ro. 3:12b). Esta realidad profunda e indiscutible no opaca ni sustituye el pecado social, antes bien se expresa en dicha situación. Si queremos entender el corazón de los latinoamericanos, tenemos que observar el conjunto de sus acciones y sufrimientos. Hay una relación inseparable entre realidad personal y situación social; ambas han sido distorsionadas y corrompidas por el pecado.

La ironía de nuestro continente es que no sólo ha sido engendrado en pecado, sino que ha sido saturado por el mensaje salvador. Los pueblos colonizadores llegaron a nuestro suelo no sólo con la espada sino con la cruz. Esclavizaron a las poblaciones indígenas y africanas, pero les anunciaron el mensaje salvador. Azotaron con sus estructuras de explotación y a la vez les untaron el bálsamo del evangelio. Los latifundistas y terratenientes que fueron surgiendo en el camino se ocuparon de que se bautizara y se instruyera en la fe a sus peones. Y con la penetración de las nuevas potencias euro-norteamericanas y la neocolonización del continente vinieron nuestros propios antecesores evangélicos: los misioneros que nos trajeron la Biblia, nos predicaron un evangelio personal y nos formaron en comunidades evangélicas.

Esta historia irónica contradictoria tuvo como consecuencia el surgimiento de sectas y practicas sincretistas entre las poblaciones de origen africano y los pueblos aborígenes, cuya estructura y contenido reflejan una fuerte protesta contra una evangelización alienante y opresiva. Dentro de la población mayoritaria se produjo la llamada religiosidad popular como fenómeno “contestatario” frente a la rigidez, la alienación y la opresión del catolicismo oficialista. Y dentro del protestantismo, situaciones semejantes fueron sin duda una de las causas sociológicas del surgimiento del movimiento pentecostal, particularmente en su vertiente autóctona.

De modo que se puede decir que durante la historia de pecado de América Latina el evangelio ha tenido siempre sus testigos (aunque no hayan sido los mejores). En este sentido, América Latina no es como otros continentes del Tercer Mundo: ha sido continente engendrado y estratificado por el pecado, pero saturado del mensaje salvador. Pese a que el rostro de Cristo ha sido desfigurado por la injusticia y la opresión, su nombre no es extraño a los oídos de los pueblos de América Latina.

Un continente cristiano, pero corrompido por la idolatría

Esto nos lleva a un segundo aspecto de la realidad espiritual de nuestro continente: el hecho de ser cristiano pero corrompido por la idolatría. Somos un continente formado (y deformado) por la cristiandad. Nuestra lengua, nuestras costumbres, nuestros símbolos y valores, nuestras instituciones y estilo de vida han sido profundamente afectados por una visión sociocultural que se inscribe en la tradición cristiana. La mayoría de nuestros habitantes han sido bautizados y se identifican como cristianos, aunque lo sean de nombre, nada más. Palabras como “evangelio”, “pecado” y “salvación” son términos familiares para el hombre y la mujer latinoamericana. Se trata, pues, de un continente cristiano.

No podemos negar, sin embargo, que el cristianismo de América Latina ha sido corrompido por la idolatría. El Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que es totalmente otro y no puede ser representado “por imagen alguna” (Dt. 5:8), que se nos revela como exigencia de justicia (Mal. 6:8), ha sido sustituido en nuestra América por estructuras sociales, económicas y políticas injustas; por los placeres, el consumismo, el dinero y el totalitarismo religiosos; por imágenes fabricadas por la vanidad y el orgullo humano. Lo irónico de nuestras sociedades es que mientras más religiosas se sienten más niegan a Dios. ¿Cómo explicar el hecho de que prácticamente todos los dictadores de América Latina profesan ser cristianos y defensores de la causa cristiana? ¿Cómo explicar la injusticia económica en un continente rico en recursos naturales que se dice ser seguidor del Señor, que se identifica en su nacimiento, en su vida, en su ministerio y en su muerte con los pobres y desposeídos de la tierra? ¿Cómo explicar las torturas, los encarcelamientos sin juicios, la persecución en países donde tanto se ha hablado y se habla del, evangelio de amor? ¿Será América Latina menos idólatra que, aquellos continentes donde se adoran a dioses de yeso y madera? ¿Será menos pagana que los continentes más paganos de nuestro planeta? ¡No, no lo es! ¿Tendrá menos ateos que las sociedades más seculares de Europa Occidental y Oriental, América del Norte y Asia? ¡No, no los tiene!

Un continente sufrido, pero esperanzado

En tercer lugar, América Latina es un continente sufrido, pero lleno de esperanza. En su frente lleva la angustia del pecado social y personal de sus habitantes. Sufre el genocidio de miles de nicaragüenses ultimados por una de las más sangrientas dictaduras que ha conocido el planeta tierra. Sufre la lucha fraticida del pueblo salvadoreño. Sufre la amargura del exilio y las torturas, el hambre y la pobreza, el alcohol y las drogas, la prostitución, el analfabetismo y tantos otros males que produce el pecado.

A pesar de ese sufrimiento América Latina vive esperanzada. Donde abunda el pecado, dice Pablo, sobreabunda la gracia (Ro. 5:20) sobreabunda la gracia que es común a todos y sobreabunda la gracia revelada en Jesucristo. La gracia de Dios mantiene viva la esperanza en nuestros países y comunidades, esperanza que se refleja en las luchas persistentes del pueblo, en la música popular, en la misma religiosidad  y hasta en los juegos de fútbol. Sabemos, sin embargo, que esa esperanza tiene sentido último sólo cuando se interpreta a la luz del evangelio y se fundamenta en Jesucristo.

LA EVANGELIZACIÓN EN UNA SITUACIÓN DE PECADO Y SALVACIÓN

Llegamos a la preocupación fundamental de este congreso:  ¿cómo evangelizar en una situación de pecado y salvación como la de América Latina – un continente de “espada” y “cruz”, tradicionalmente cristiano pero éticamente idólatra, sufrido mas esperanzado? En un sentido, la respuesta a esta interrogante depende de todos los trabajos del congreso y no simplemente de una ponencia. En ésta nos permitimos bosquejar, a modo de conclusión, tres líneas que deberán tenerse presente.

Superar las contradicciones históricas

En primer lugar, para evangelizar eficazmente en nuestra situación se necesita superar las contradicciones históricas que han caracterizado la proclamación del evangelio, en América Latina. No podemos anunciar la buena noticia de salvación sin denunciar la situación de pecado que nos rodea, como tampoco podemos denunciar la injusticia, la desobediencia y la idolatría sin anunciar el llamado de Dios a la obediencia, la justificación por la fe y la reconciliación con Dios, con nuestros semejantes y con la naturaleza. Tampoco podemos evangelizar si estamos sometidos al pecado en cualquiera de sus dimensiones, o distanciados del dolor y el sufrimiento que nos rodea. La evangelización exige ante todo vivencia. Por lo tanto, para evangelizar hay que haber experimentado la liberación del poder del pecado y la muerte y estar en proceso de liberación; hay que haber experimentado comunión con Dios, con nuestros semejantes y con el resto de la creación y buscar afanosa y apasionadamente la paz justa entre todos los pueblos y sus habitantes. En una palabra, los que evangelizan deberán sentirse y comportarse como siervos del crucificado. Como también dice el Pacto de Lausana: “una iglesia que predica la cruz debe ella misma estar marcada por la cruz” (artículo 6).

Ello implica que no es posible traer buenas nuevas de salvación a un continente pobre y oprimido si somos aliados de estructuras que niegan la vida y perpetúan la injusticia. De lo contrario estaremos perpetuando la contradicción de la “espada” y la cruz”, de compartir el evangelio con una mano y justificar la dominación y la explotación con la otra.

Implica también que nuestros métodos deberán ser consecuentes con el mensaje que proclamamos y con Dios en cuyo nombre evangelizamos. No podemos dar testimonio del Dios viviente desde el altar de los ídolos. Por ejemplo, cuando en nuestra practica evangelizadora le rendimos culto a la personalidad del evangelista, o nos sometemos al hedonismo de la sociedad de consumo (donde lo que importa es el placer, el sentirse a gusto y el escaparle a los problemas de la vida) o perpetuamos la alienación de nuestros pueblos (al negar sus valores culturales y sustituirlos con valores de sociedades dominantes a través de la propaganda, la música, el lenguaje y el estilo de comunicación) lo que hacemos es transmitir una ideología religiosa alienante, pero no el evangelio liberador de Jesucristo. Esto es así porque la manera como comunicamos es tan poderosa como lo que decimos. Los métodos no son ética ni teológicamente neutrales.

Evitar dicotomías falsas

En segundo lugar, para anunciar fiel y eficazmente la buena noticia en nuestra situación de pecado debemos evitar las falsas dicotomías. En América Latina hemos vivido una historia de polémicas sin sentidos. Unos han querido hacer hincapié sobre el pecado personal; otros sobre el social. Unos han proclamado una salvación espiritual; otros una salvación política. Unos han dicho que solo a la luz de lo personal y espiritual se puede encontrar la dimensión social y política de la salvación; otros han tomado una posición opuesta, subrayando que sólo a través de lo social y político se puede descubrir la vertiente personal y espiritual del poder salvador del evangelio.

Estas dicotomías son tan falsas como carentes de sentido. Porque si el pecado es tan personal como social y tan espiritual como histórico, luego lo que se hace con tales dicotomías es cortar el tronco del pecado y diluir sus efectos. En tal caso nos engañamos a nosotros mismos porque quebramos el poder salvador del evangelio. Asimismo, sí la salvación es tan personal como cósmica y pública, tan presente como futura y tan espiritual como corporal, poner una dimensión contra la otra o supeditar la una a la otra es perder su unidad y eficacia. En tal caso estaremos dándole riendas sueltas al enemigo, Satanás, quien busca por todos los medios frustrar el efecto transformador del evangelio. Si queremos que nuestra práctica evangelizadora sea auténtica y profunda, debemos dejar a un lado las falsas dicotomías, tomando en serio la integridad de la salvación y la radicalidad del pecado.

Evaluar críticamente los contenidos de nuestra evangelización

En tercer lugar, una evangelización eficaz y profunda, en la situación latinoamericana, exige una evaluación crítica de los contenidos de nuestra practica. La crítica nunca agrada; inquieta, asusta y amenaza, especialmente cuando toca el contenido mismo de una tarea.  Pero sin la crítica los movimientos se tornan en monumentos, las comunidades en ghettos y los mensajes en ideologías esclavizantes. Lamentablemente en nuestro medio evangélico y evangelístico hemos tendido a sacarle el cuerpo a la crítica teológica. Muchos evangelistas, pastores y laicos se han sentido asustados y amenazados por la criticidad de los teólogos, y éstos se han sentido rechazados por aquellos. Esto es lamentable y quizás tengamos que aceptar el hecho de que sea inevitable. Pero quien ha pagado el precio ha sido la iglesia y quien lo sufrirá aun más en el futuro será su misión evangelizadora.

La evaluación crítica del mensaje evangelizador, especialmente en lo que atañe al problema del pecado y la salvación en América Latina, es crucial para una evangelización eficaz. Por una parte, la comunidad evangelizadora necesita ser continuamente confrontada con la Palabra de Dios para ver en qué medida esta siendo fiel a ella en su proclamación. Por la otra, el pecado no es estático sino dinámico; toma formas distintas en el devenir de la historia. No es suficiente, por tanto, hablar del pecado humano en términos universales, porque entonces caemos en un abstraccionismo inútil. El pecado tiene que ser comprendido en su especificidad para que el evangelio pueda tener un impacto positivo. De igual manera, la salvación no es una idea sino una experiencia; no es una simple promesa futura sino una realidad dinámica presente. Lo que el evangelio anuncia es una salvación del pasado, del presente y del futuro. De ahí que no pueda abstraerse del contexto concreto de los evangelizandos sin perder su eficacia transformadora.

En un continente rodeado y permeado por el pecado, la única manera de evangelizar eficazmente es anunciando “a tiempo y fuera de tiempo” una salvación concreta y global, presente y futura, personal, pública y cósmica, fruto de la gracia redentora de Jesucristo, apropiada por la fe, en su nombre, mediante el poder del Espíritu Santo y para la gloria del Padre. Conformarnos con nada menos sería declarar que el evangelio es impotente e incapaz de resolver el problema del pecado en nuestros pueblos, en sus habitantes y en nuestra historia de injusticia, incredulidad e idolatría. Sabemos, sin embargo, que el evangelio es el poder eficaz de Dios para la salvación, y que vislumbra la transformación total de la historia y el surgimiento de nuevas cielos y una nueva tierra. La pregunta es si el pueblo de Dios en general y las comunidades evangélicas en particular a lo largo y ancho de nuestro continente estarán dispuestos a recuperar la totalidad del mensaje salvador y proclamarlo con fidelidad mediante el poder habilitador del Espíritu Santo. Este es el desafío que está delante de todos nosotros como parte y parcela de esas comunidades y representantes de ese pueblo.

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Fonte: http://www.pastoralia.com.br/crbst_55.html

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