“No me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree” (Ro 1.16). Igual que San Pablo, nosotros en América Latina hoy no tenemos, en absoluto, por qué avergonzarnos del evangelio. Hoy también, el evangelio es poder de Dios para salvación y vida abundante mediante la fe en Cristo. Estoy profundamente convencido de que hoy, en América Latina, no tenemos que buscar respuestas fuera del evangelio mismo, ni andar buscando alguna otra teología que no sea la teología evangélica en todo su poder y radicalidad.
Según San Pablo, el evangelio consiste en que “Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras, y que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras” (1 Co 15.3,4).
Obviamente, “las Escrituras” a las que San Pablo se refiere aquí son el Antiguo Testamento. Y cuando San Pablo, como buen judío, leía esas Escrituras hebreas, estaba leyendo a la vez la historia nacional de su propio pueblo. A modo de comparación, sería como si los ecuatorianos o norteamericanos leyeran de Cristóbal Colón donde un hebreo lee de Abraham, o de Simón Bolívar o Jorge Washington en lugar de Moisés, etc. Los grandes personajes del relato bíblico eran también los personajes de la historia patria. La Biblia era prácticamente la única historia escrita del pueblo judío. Por eso, inevitablemente la leían históricamente. Y Pablo, igual que Jesús en el camino a Emaús, ve el evangelio como la culminación de esa larga “historia de la salvación” que narran las Escrituras.
En esta charla estudiaremos el mensaje bíblico como historia de la salvación, y el significado de esta para nuestra visión de la tarea de la iglesia hoy. Eso de “historia de la salvación” es un nombre sofisticado para lo que llamamos “el plan de salvación” según la Biblia. Me parece muy importante, en ese sentido, esforzarnos por alcanzar una visión global del mensaje bíblico, desde Génesis hasta Apocalipsis. Por mucho provecho personal que nos aporten versículos aislados de las Escrituras, solo las entendemos correctamente y solo sacamos el máximo provecho de la Palabra de Dios, cuando hemos comprendido el drama integral del mensaje total de las Escrituras.
Si miramos la Biblia como un todo, notamos inmediatamente que desde Génesis hasta Apocalipsis es fundamentalmente un libro de historia. La historia es la categoría central de su mensaje. La mayoría de los libros son testimonio de lo que Dios ha hecho en la historia; aun muchos salmos se basan en los grandes acontecimientos salvíficos en la vida del Pueblo de Dios a través de los siglos. Por eso, nuestro estudio de la Biblia debe hacer hincapié en las grandes líneas de verdad histórica que son el hilo conductor de su mensaje central.
Creo que ayuda mucho acentuar especialmente cinco líneas histórico-bíblicas que, juntas, tejen la continuidad de los hilos de las Escrituras. Son temas que corren desde Génesis hasta Apocalipsis; todo el Antiguo Testamento narra sus orígenes, y todo el Nuevo Testamento testimonia su cumplimiento. Apocalipsis los integra en una dramática recapitulación climática de todos los temas principales. Las cinco líneas centrales son las siguientes:
1.la Creación, que marca, en idénticos términos, la primera (Gn 1-3) y la última (Ap 21.1-22.5) página bíblica y aparece constantemente en ambos testamentos.
2.la Promesa a Abraham (Gn 12.1-3) y el Pacto de Dios con los patriarcas; en el Nuevo Testamento, esta línea es central en el pensamiento de San Pablo.
3.Moisés, el Éxodo, el desierto (Sinaí) y la ocupación de Canaán; opresión y liberación (Ex 2.23s, 3.7-10, 15-17, 6.6s). Isaías describe la esperanza de un nuevo éxodo; Apocalipsis relata las plagas finales y celebra el “cántico de Moisés, siervo de Dios, y del Cordero” (Ap 15.3,4).
4.David, a quien Dios prometió un Reino eterno (2 S 7.13-16) que llegaría a ser universal, sobre todas las naciones (Is 9.6s). Juan el Bautista y Jesús vinieron anunciando el Reino de Dios; Jesús prometió que “el evangelio del Reino” sería predicado en todo el mundo (Mt 24.14); y Pablo, hasta el fin de su ministerio, predicaba siempre el reino de Dios (Hch 28.31). Apocalipsis describe con lujo de detalles el Reino final y perfecto del Señor (Ap 11.15).
5.En el Mesías (encarnación, vida, muerte y resurrección de Jesús) se juntan todos los hilos del mensaje bíblico. Su primera venida trae la vida eterna y es el centro de la historia; su retomo traerá la plenitud del Reino como fin de la historia.
Ya que esos cinco temas involucran prácticamente todo el mensaje de toda la Biblia, sería fatuo pretender exponerlos a plenitud en tan poco tiempo. Apenas tocaremos rápida-mente los aspectos más relacionados con la misión integral de la iglesia hoy.
Creación, Nueva Creación y Misión
Sin una adecuada teología de la creación no puede haber una teología realmente bíblica de la misión de la iglesia. Lamentablemente, el tema “creación” suele limitarse al problema de la evolución, perdiendo así la inmensa riqueza de esta gran línea del pensamiento bíblico.
Gn 1.1-2.4a describe la creación en forma litúrgica, con los ritmos majestuosos del culto. Afirma la soberanía de Dios y lo bueno de su creación. Dios habla, su Palabra crea, es el primer día (segundo, tercero, etc.), y Dios lo declara bueno. El hombre y la mujer son imagen de Dios, llamados a administrar la creación. El segundo relato, en Gn 2.4b-25, es profundamente sencillo y humano. Al crear al varón, Dios le da una riquísima huerta para gozarla y cuidarla. Dios ve que no es bueno que el varón esté solo, y (¡con sentido de humor!) crea los animales y los trae a Adán. Adán ahora es ganadero además de agricultor, pero... ¡sigue solo! Entonces Dios le crea su compañera perfecta, y la vida humana está completa.
La tragedia del pecado destruyó el buen orden de la creación. La desobediencia (Gn 3.6) trajo el fratricidio (4.8), la bigamia (4.19), y el asesinato (4.23s, etc.). Pero ante la historia del pecado y desgracia que prevalece (Gn 4-11), Dios inicia con Abraham una nueva historia, de gracia y bendición (Gn 12.1-3). El significado de esta gracia para la creación misma se revela plenamente en la promesa profética de una nueva creación (Is 65.17-25,66.22). La gracia de Dios, que lucha contra el pecado para preservar el sentido prístino de la buena creación divina, triunfará al fin, sobradamente, en una nueva y aún mejor creación:
Porque he aquí yo crearé nuevos cielos y nueva tierra; y de lo primero no habrá memoria, ni más vendrá al pensamiento. Mas os gozaréis y os alegraréis en las cosas que yo he creado... No habrá más allí niño que muera de pocos días, ni viejo que sus días no cumpla... No trabajarán en vano, ni darán a luz para maldición (Is 65.17-25).
El Nuevo Testamento profundiza la teología de la creación en dos aspectos: (a) reinterpreta cristológicamente la primera creación (Col 1.15-23, Heb 1.1-3, Jn 1.2-4) y (b) elabora y profundiza, también cristológicamente, la prometida nueva creación (2 P 3.13, Ro 8.19-21, Hch 3.21, Ef 1.9,10, Ap 21.1-22.5). La descripción en Apocalipsis es especialmente interesante. Están presentes todos los elementos básicos de los primeros relatos de la creación: cielo y tierra (Gn 1.1, Ap 21.10), el mar (Ap 21.1, cf. Gn 1.2), el río (22.1, cf. Gn 2.10), y el árbol de vida (22.2). Pero hay elementos nuevos: “la santa ciudad, la nueva Jerusalén” (22.2,10: tema davídico), “el tabernáculo de Dios” (21.3), “la fuente del agua de la vida” (21.6) y “el trono de Dios y del Cordero” (22.1,3). No habrá más lágrimas ni muerte ni llanto ni clamor ni dolor (21.4) ni maldición (22.3). Dios habrá hecho nuevas todas las cosas (21.5).
Un detalle decisivo pero fácilmente ignorado de este relato: se repite dos veces que la nueva Jerusalén “descendía” del cielo, del lado de Dios” (21.2,10). Dentro de todo el pasaje, no hay nada que suba o que se ubique en el cielo (aunque lo puede haber, por supuesto, en otros pasajes bíblicos). Contrario al pensamiento verticalista que predomina casi exclusivamente en círculos evangélicos, el Apocalipsis no termina “hacia arriba” (vuelo del alma al cielo) sino “hacia abajo”, para concentrar todo en una nueva tierra y una nueva comunidad humana redimida (nueva Jerusalén) donde se instala el mismo trono de Dios (22.3).
(Debe agregarse que en la perspectiva premilenial, esta concentración “hacia abajo” es todavía más acentuada: antes de descender la nueva Jerusalén para “aterrizar” en esa nueva creación que Dios ha prometido, Cristo habrá reinado mil años en esta vieja tierra. Y los resucitados “reinarán con él mil años” [20.4,61, que bajo cualquier interpretación del pasaje, tendrán que ser en esta tierra y dentro de esta historia nuestra. Toda esta insistencia en la tierra, tanto vieja como nueva, puede dar más sentido a las promesas de que “los mansos heredarán la tierra” [Mt 5.5, etc.; Sal 37.3,9,11,22,29,341 y de que los redimidos “reinarán sobre la tierra” [Ap 5.10J. Todo eso es casi inimaginable para la muy platónica teología occidental, pero podría ser muy natural, hasta obvio, para el pensamiento hebreo.)
Un aspecto final del tema “Nueva Creación” debe traerse a colación. “Si alguno está en Cristo, es nueva creación; las cosas viejas pasaron, he aquí todas son hechas nuevas” (2 Co 5.17). Aquí aparecen las idénticas frases de Is 65.17 y Ap 21.1. El cristiano regenerado es “nueva creación” no sólo porque es ahora un individuo transformado por Cristo, sino también, y aún más profundamente, porque ha nacido ya a la Nueva Creación que Cristo trajo y traerá al final de la historia. Por la misma razón, evidentemente, para Santiago los que han nacido por la Palabra son llamados a ser “primicias de sus criaturas”, con toda la carga teológica (cristológica y escatológica) de ese término (“primicias”). (El otro pasaje clásico sobre la regeneración, Jn 3, relaciona el nuevo nacimiento con el concepto afín de entrar en el reino de Dios: 3.3-5.)
Nuestra salvación pertenece a la nueva creación de Dios. En Cristo (el nuevo Hombre por definición, en quien somos la nueva humanidad), Dios recapitula la primera creación: somos “creados según Dios en la justicia y santidad de la verdad” (Ef 4.24), de modo que “el nuevo hombre... conforme a la imagen del que lo creó, se va renovando hasta el conocimiento pleno... donde Cristo es el todo y en todos” (Col 3.10,11). Por Cristo, Dios realiza de nuevo sus propósitos en la primera creación. Y por eso somos ahora “nueva creación” y “primicias de sus criaturas”, la levadura (sal, luz, semilla) de su Reino venidero.
Conclusión: Solo esta primera línea de pensamiento histórico-salvífico nos revela cuán grande es nuestra salvación. Lo experimentamos primeramente como perdón de los pecados y vida eterna en Cristo. La Palabra del Señor, sin embargo, nos indica por muchos medios que esa salvación es parte del plan global de Dios y nos incorpora dentro de esa nueva Creación y ese Reino de Dios que Cristo vino a traer. Siendo así el mismo evangelio que proclamamos, se sigue necesariamente que la proclamación de la salvación y del nuevo nacimiento es absolutamente inseparable del tema de nuestro llamado a ser primicias de la nueva Creación y levadura del Reino. Separarlos sería hacer violencia a las Escrituras y mutilar el evangelio.
Abraham y la bendición de las naciones
El segundo gran momento histórico-salvífico, que constituye el segundo eje del pensamiento bíblico, es el pacto con Abraham (Gn 12.1-3). Con Abraham se inaugura propiamente la historia de la salvación. En Génesis 4 al 11, a pesar de algunos destellos de promesa, predominan el pecado (Caín, diluvio, Babel) y la maldición (3.14,17; 4.11; 5.29; 8.21; 9.25; en contraste con 12.3). Pero con Abraham irrumpe la bendición y la gracia; el poder de Dios crea un futuro para una pareja vieja y estéril, y para todas las naciones.
La historia de la des-gracia (Gn 4-11) culmina con el relato de la torre de Babel (11.1-9). Esta historia tiene que ver con los orígenes de Babilonia (“Babel”), lugar de Abraham y Sara cuando Dios los llama. Con ese trasfondo, son impresionantes los evidentes paralelos entre los dos pasajes. En uno, los mortales pretenden alcanzar el cielo; en el otro, Dios baja a un hombre y su mujer. Los de Babel, ensoberbecidos por su ventaja tecnológica (11.3), pretenden imponer su dominio sobre toda la tierra; Sara y Abraham, en su absoluta debilidad, se atreven a creer en Dios. Los de Babel dicen “hagámonos un nombre” (11.4); a Abraham Dios le promete, “engrandeceré tu nombre” (12.2). La torre de Babel divide las naciones. A Abraham y Sara, sacados de la misma Babilonia, Dios les promete crear, por gracia, una nueva nación (no producto de Babel, sino de Yahvé). Esa nación, sacada de en medio de las naciones, volverá a ellas para serles bendición (12.2,3; 18.17ss, etc.).
Dios invitó a Abraham a un increíble peregrinaje de fe, y “Abraham creyó a Dios y le fue contado por justicia” (15.6). San Pablo insistirá después en que Abraham fue el primer justificado por fe. Pero la fe de Abraham, y su justificación, tuvieron sus propias características, fieles a su propia situación. En el centro de su fe estaba algo demasiado humano, pero risible en el caso de Abraham: ¡su viejita iba a quedar encinta! Y esta pareja, incapaz hasta entonces de procrear ni un sólo hijito, y ya claramente pasados de edad, no sólo iban a realizar lo que ya parecía imposible (Abraham con la mano sobre el estómago de Sara, loco de alegría por las patadas que da la criaturita; la anciana Sara dando de mamar a Isaac). Mucho más: creyeron que de ellos saldrían naciones y príncipes, y sobre todo una nación escogida por Dios para bendecir a todas las demás naciones. Al creer todo eso, Abraham entró en una relación especial con Dios: desde entonces, es “el amigo de Dios” (2 Cr 20.7; Is 41.8), tanto que Dios no actuaría sin compartir sus designios con Abraham (Gn 18.1 7ss). Abraham ya participaba en el proyecto histórico de Dios. En eso consistía concretamente su justificación.
En la promesa a Abraham, repetida numerosas veces con él y su prole, se destacan dos palabras: bendición” y “naciones”. Dentro del pensamiento hebreo, y en el contexto del pasaje, ambos términos son esencialmente literales; no pueden ser espiritualizados (Gn 49.25ss; Dt 28-30). La “bendición” significa lo que hoy llamaríamos “bienestar”; bendición es shalom, es vida (Dt 30.19,20), y vida abundante en todas sus dimensiones y relaciones.
Si Dios prometió que Abraham y su descendencia serían de bendición a las naciones, es de suponer que eso comenzaría a realizarse dentro de la vida de los mismos patriarcas. Que así fue es un tema central del libro de Génesis. Después de un mal comienzo en Egipto (12.17: Faraón hizo bien a Abraham, pero Yahvé hirió a Faraón con grandes plagas por causa de Sara; cf. Ex 3.20; 9.15; etc.) y un ambiguo arreglo de tierras con Lot (Gn 13), Abraham sale a bendecir a Lot ya las cinco ciudades (Sodoma, Gomorra, Adma, Zeboim y Zoar), liberándolas de su cautiverio (Gn 14). Volviendo de la batalla, Abraham rechaza toda remuneración y es bendecido por Melquisedec (14.19,20). Más adelante, Abraham bendice a Sodoma y Gomorra intercediendo ante Dios por ellas (Gn 18). Después vuelve a mentir en cuanto a Sara, pero Dios le dice a Abimelec que devuelva a Sara a Abraham, “porque es profeta, y orará por ti, y vivirás” (20.7). De igual manera, Labán confiesa a Jacob: “He experimentado que Jehová me ha bendecido por tu causa” (30). Jacob lo confirma: “Jehová te ha bendecido con mi presencia” (30.30).
La figura de José domina los catorce últimos capítulos de Génesis (37-50: igual que Abraham y más que Isaac o Jacob) y culmina dramáticamente el mensaje del libro. La maldición actuó contra José, pero Dios lo cambió en bendición. Sus hermanos intentaron repetir el fratricidio de Caín; traicionado también por la esposa de Potifar, José cayó preso pero “Jehová estaba con José, y lo que él hacía, Jehová lo prosperaba” (39.2,23). Interpretó el sueño de Faraón, fue liberado, y asumió la triple (2 Cr cartera de Primer Ministro, Ministro de Planificación y Ministro de Agricultura. ¡Dios le había llamado a una diakonía política, para cumplir, en una primera y gloriosa etapa, la gran promesa que había hecho a Abraham! ¡José ha sido bendición (literalmente) a todas las naciones de su tiempo!
Cuando el anciano Jacob fallece, los hermanos de José temieron por sus vidas y ofrecieron ser sus siervos (50.15-18). Pero José, que conocía bien al Dios que había pactado con sus padres, les respondió: No temáis; ¿acaso estoy yo en lugar de Dios? Vosotros pensasteis mal contra mí [mal-dición: pretendían pronunciar el mal contra mí], mas Dios lo encaminó a bien [ben-dición: proclamó el bien], para hacer lo que vemos hoy, para mantener en vida a mucho pueblo (50.19,20).
Así concluye el. libro de Génesis: el pueblo de Dios ha comenzado a servir de bendición a las naciones como instrumento de Dios para conservar la vida entre los pueblos. Eso pertenecerá para siempre a la naturaleza y vocación del pueblo de Dios. Cuando Israel deja de ser bendición a los demás, Jehová los denuncia (“fuiste maldición entre las naciones”, Zac 8.13; cf. Jer 4.4, 26.6) y promete un nuevo pueblo que sí será de bendición entre las naciones (Zac 2.11, 8.13, Ez 36.23). Entonces las demás naciones participarán también en la vocación del pueblo de Dios: “En aquel tiempo Israel será tercero con Egipto y con Asiria para ti, y bendición en medio de la tierra; porque Jehová de los ejércitos los bendecirá diciendo: Bendito el pueblo mío Egipto, y el asirio obra de mis manos, e Israel mi heredad” (Is 19.24s).
Esta línea bíblica, que parte de Abraham, también figura prominentemente en el Nuevo Testamento. Los judíos se jactan de ser “hijos de Abraham”, pero Dios puede levantarle hijos a Abraham de las piedras (Mt 3.9). El Dios de Abraham, Isaac y Jacob no es Dios de muertos sino de vivos; es Dios de resurrección (Mt 22.32, Mc 12.26ss). Lázaro encontró reposo en el seno de Abraham (Lo 16.22). Los gentiles estarán en el gran banquete con Abraham, en el Reino de Dios, mientras los judíos incrédulos crujen los dientes fuera (Mt 8.11-13, Lc 13.23-30). Tanto María (Lc 1.55) como Zacarías (1.73) ven el nacimiento del Mesías como cumplimiento de la promesa a Abraham, en términos claramente históricos (cf. también Hch 3.20-26).
Varios pasajes neotestamentarios dan una interpretación cristológica a la historia de Abraham. El gran discurso sobre la luz del mundo dedica un pasaje largo a Abraham (Jn 8.31-59). Los judíos dicen que jamás han sido esclavos, porque son hijos de Abraham (8.32). Jesús responde que no son hijos de Abraham sino del diablo, y esclavos del pecado (8.38, 41.44). Si fueran hijos de Abraham, harían las obras de Abraham (8.39), pero más bien procuran matarle a él (8.37-40). Los que rechazan a Cristo no pueden ser verdaderos hijos de Abraham, pues “Abraham... se gozó de que había de ver mi día; y lo vio, y se gozó” (8.56). ¡La risa de Abraham ante la gracia de Dios (Isaac = risa) fue una risa de gozo evangélico!
La teología abrahamica es la principal base bíblica (del Antiguo Testamento) para San Pablo: ya que Abraham fue justificado por la fe, es claro que nosotros también somos justificados por fe (Ro 4.1-25, GI 3.6- 18, cf. Stg 2.21-24). Los creyentes, sean judíos o gentiles, son ahora los verdaderos hijos de Abraham (Ro 4.12,9.6-8). Los gentiles creyentes son injertados en el olivo de Israel, mientras que los judíos incrédulos son desgajados del árbol (Ro 11.16-22). Todo esto se debe a Cristo: Cristo nos redimió de la maldición de la ley, hecho por nosotros maldición... para que en Cristo Jesús la bendición de Abraham alcanzase a los gentiles, a fin de que por la fe recibiésemos la promesa del Espíritu (013.13,14).
Esa “bendición a las naciones”, que Dios prometió a Abraham y que Cristo realizó con su muerte, se cumple en su más cabal realización en Apocalipsis. El vidente de Patmos, preso por el evangelio, está sumamente consciente de las naciones que le rodean (usa la palabra “nación” más de 20 veces) y muy seguro de que Cristo es “el soberano de los reyes de la tierra” (Ap 1.5, cf. 12.5); aunque la Babilonia (Babel) de la bestia sigue amenazando con su antirreino, en la nueva Jerusalén “no habrá más maldición” (22.3) sino plena bendición a todos los pueblos de la tierra. El evangelio será predicado a “toda nación, tribu, lengua y pueblo” (14.6, cf. Mt 24.14) y los redimidos “de todo linaje y lengua y pueblo y nación” adorarán al Señor (5.9, cf. 7.9). Según el cántico de Moisés y del Cordero, Dios es “Rey de las naciones” (15.4) y “todas las naciones vendrán y te adorarán, porque tus juicios se han manifestado”. Esta línea de pensamiento en Apocalipsis articula una especie de escatología política.
El pasaje culminante de Apocalipsis, y en efecto de toda la Biblia, acentúa dramáticamente el cumplimiento de la bendición a las naciones:
Y las naciones andarán a la luz de ella (la Nueva Jerusalén); y los reyes de la tierra traerán su gloria y honor a ella... Y llevarán la gloria y la honra de las naciones a ella... Y las hojas del árbol serán para la sanidad de las naciones. Y no habrá más maldición. Y el trono de Dios y del Cordero estará en ella... y reinarán por los siglos de los siglos (Ap 21.24-22.5).
Conclusión: Si vamos a entender el evangelio y la misión de la iglesia conforme a todas las Escrituras, de Génesis hasta Apocalipsis, lo tendremos que entender clara y enfáticamente como “bendición a las naciones”. Bendición espiritual, por fe en la muerte de Cristo, individualmente, claro que sí. Pero también bendición física y material, en el claro sentido hebreo de “bendición”. Y bendición también a las naciones como naciones, como se realizó bajo José y se describe al final de Apocalipsis. En el Reino de Dios, las naciones y las lenguas ni desaparecerán ni perderán su importancia. Como dice el himno, “Las naciones unidas cual hermanas, bienvenida daremos al Señor”.
El pecado es maldición; el evangelio de bendición. En Génesis, los protagonistas de la anti-historia de la des-gracia, desde Caín hasta los hermanos de José, proclaman y procuran el mal (mal-dicen) contra los demás; los que han sido tocados por la gracia de Dios, proclaman y procuran el bien (ben-dicen) hacia personas y naciones “para mantener en vida a mucho pueblo” (Gn 50.20). Cristo tomó sobre sí la maldición del pecado, para que la bendición de Abraham, en toda su realidad concreta e integral, llegase a las naciones.
Al recibir a Cristo, comenzamos a ser “bendición a las naciones”. Igual que Jesús anduvo por todas partes haciendo bien (Hch 10.38), ser cristiano ahora significa andar como él anduvo. Ser cristiano, redimido por la gracia del Señor, significa no cansarse nunca de hacer bien: “Así que, según tengamos oportunidad, hagamos bien a todos, y mayormente a los de la familia de la fe” (Gl 6.9,10). “Todo el que hace justicia es nacido de él... Todo aquel que no hace justicia, y que no ama a su hermano, no ha nacido de Dios” (1 Jn 2.29; 3.7,10,16-18). “Al que sabe hacer lo bueno, y no lo hace, le es pecado” (Stg 4.17). Ser cristiano, redimido por Cristo, es, por definición, ser activista del bien.
Evangelizar es llamar a las personas a entregarse a Cristo para el perdón de sus pecados y para incorporarse con Cristo en el proyecto divino de bendición a las naciones. Al fin de cuentas, evangelio, escatología y ética son inseparables. “Por sus frutos los conoceréis”, dijo el Señor. “Tuve hambre, y me disteis de comer; heredad el reino preparado para vosotros” (Mt 25.34s). Somos salvos por la fe, pero no por la fe sin obras, sino por “la fe que obra por el amor” (Gl 5.6).
Uno mayor que David y la nueva Jerusalén
Dios había prometido ya a Abraham que príncipes saldrían de sus lomos (Gn 17.6,16), pero a David Dios le prometió un reino eterno. David fue el rey por excelencia. Y como brillante estadista que fue, David no escogió para sede de su gobierno ninguna ciudad de ninguna de las tribus. Más bien capturó una ciudad jebusea, Jerusalén (Sión), y allí estableció su gran capital. Así, los temas David, Jerusalén y reino de Dios corren juntos como otro complejo temático hasta el fin de las Escrituras.
El Antiguo Testamento utiliza típicamente el verbo “Dios reina” en lugar del sustantivo “reino de Dios” (pero cf. 1 Cr 29.11; Sal 22.28; 145.13; Dn 7.18). Pasajes como Is 9.6,7 describen (en términos literalmente políticos) el reino del prometido Mesías, el príncipe de paz: El principado (estará) sobre su hombro... Lo dilatado de su imperio no tendrá límite, sobre el trono de David y sobre su reino, disponiéndolo y confirmándolo en juicio y en justicia ahora y para siempre (Is 9.6).
Es exegéticamente imposible espiritualizar o despolitizar tal lenguaje; claramente habla de un nuevo orden, traído por el Mesías, en la tradición de David. Esa prometida realidad se llama el reino de Dios. Igual que ls 9.6s, muchos otros pasajes relacionan este Reino con la justicia (cf. Mt 6.33: “el reino de Dios y su justicia”; cf. la misma característica del tema “Nueva Creación” en 2 P 3.13: “cielos nuevos y tierra nueva en los cuales mora la justicia”).
Hemos señalado arriba la importancia del tema del Reino, especialmente en los evangelios sinópticos, pero también en el resto del Nuevo Testamento. Si recordamos que todos los evangelios se escribieron años después de las epístolas de Pablo, entenderemos que el tema del Reino tiene que ser tan central en nuestra comprensión del evangelio como es central en la proclamación de Jesús mismo según los sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas).
Muchos confunden el reino de Dios con el cielo. San Mateo suele hablar del “reino de los cielos” solo para evitar el uso del nombre sagrado, pero está hablando del mismo reino de Dios. El sentido bíblico del término consiste en que Dios reine en la tierra: “Venga tu Reino, hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra” (Mt 6.10). Cuando Jesús dice “Mi reino no es de este mundo” (Jn 18.36), no está diciéndonos donde se ubica el reino (que sería fuera de este mundo, en el cielo) sino de dónde procede y cómo viene el Reino. El griego, con su preposición ex, es muy claro: el reino de Cristo no surge de este “mundo” (sistema caído) sino de la cruz y la gracia de Dios.
Pablo afirma lo mismo cuando proclama que Cristo está sobre todo trono, dominio, poder y potestad; o Apocalipsis cuando (en circunstancias políticamente muy cargadas) presenta a Cristo como soberano de todos los reyes (1.5). En Cristo, los creyentes también somos reyes y sacerdotes, y reinaremos sobre la tierra (Ap 5.10; 20.4; cf. 22.5). Cristo es rey de las naciones, todos los reyes y naciones lo adorarán (15.4) y él traerá perfecta bendición a las naciones (21.24-22.5, véase arriba). O en las majestuosas palabras del ángel de la séptima trompeta: “El reino del mundo ha venido a ser de nuestro Señor y de su Cristo, y él reinará por los siglos de los siglos” (11.15).
Conclusión: “Si con tu boca reconoces a Jesús como Señor,... serás salvo.” (Ro 10.9). Evangelizar es proclamar a Jesús como Señor y Salvador, inseparablemente. En ese sentido, evangelizar es proclamar el Reino integral de Dios. Predicar el evangelio sin el Reino sería desfigurarlo y mutilarlo. Sería predicar el “evangelio de ofertas”, de la gracia barata. A la vez, la integridad de ese verdadero evangelio será fecunda en servicio y justicia, en “bendición a las naciones”.
Efectivamente, el mensaje del evangelio es que Cristo ha muerto por nuestros pecados y ha resucitado. Ese es el centro y corazón de la buena nueva. Pero lo es “conforme a las Escrituras”, el mensaje bíblico en toda su impresionante amplitud y plenitud, desde Génesis hasta Apocalipsis. Y “conforme a las Escrituras” significa una comprensión del evangelio y de la misión que proclama todo ese mensaje integral y trabaja arduamente en todo lo que es la causa del Señor: la nueva creación, la bendición a las naciones, la liberación de los oprimidos, el reino de Dios, todo mediante la fe en Cristo, nuestro Señor y Salvador.
Fonte: http://www.pastoralia.com.br/crbst_29.html
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